Visión crítica
Leopoldo González
La reforma judicial que impuso López Obrador, desoyendo a los que saben y desacatando suspensiones bien fundadas y rigurosas, es ya la principal línea de gobierno de una mujer a la que muchos llaman científica.
Poner a México en la senda de una reforma judicial como la aprobada, además de una gran insensatez y una maldad propia de mentes retorcidas, es una extravagancia que llevará al país a la ruina y lo hará retroceder décadas en su desarrollo.
Se ha vuelto moda -ladina, de ignorantes y arribistas- buscar y encontrar en la reforma judicial méritos y cualidades que no tiene: que habrá un Poder Judicial más digno e independiente que el de hoy; que será mejor el respeto a los derechos humanos y laborales de los mexicanos; que por fin habrá justicia pronta, expedita e imparcial para todos; que ya el judicial será un poder democrático al servicio del pueblo, y otras lindezas por el estilo.
Dentro de las bondades finepocarias que algunos destacan en la reforma judicial, hay quien como Bernardo Bátiz se atrevió a compararla con una revolución que clama el sacrificio y la sangre de sus hijos, mientras otro -no menos teatral y demagógico- vio en ella el escenario de una refundación virtuosa de la República.
La verdad es que el uso incontinente del “palabreo”, de palabras divorciadas de su contenido semiótico de razón y verdad, está de moda y se dirige a marear y a confundir a la masa, desprovista de cultura y referentes para juzgar y sopesar la realidad.
Aprobar una reforma judicial a trompicones y sobre las rodillas, sin reflexión ni análisis y estudio profundo sobre la trascendencia del tema, es algo que delata a sus impulsores como impacientes ideológicos que sólo intentan contaminar con ideología y política la más noble función del Estado: la de procurar e impartir justicia.
Encima, incurrir en el delito de desacato con tal de sacar adelante una reforma producto de las obsesiones y el odio de un hombre como López Obrador, lo que remarca es la miniestatura y el tamañito de quienes creen ser los nuevos santones de la “nueva” política.
La reforma judicial no es, ni de lejos, la octava maravilla del mundo que se quiere hacer creer, sino un logro de la violencia del espíritu y la realización inobjetable de una generación de izquierda que desde el 68 proponía el paraíso, y a lo más que pudo llegar fue a tocar la puerta del Infierno de Dante, para imponerlo a los mexicanos del siglo XXI: “Todos los que entráis aquí, perded toda esperanza”.
En días pasados, me provocó risa la pueril y demagógica aseveración de Ricardo Monreal, de que había que dejar atrás “la tiranía de la toga y el birrete”. En primer término, no cualquiera es digno ni con el suficiente honor para portar el peso simbólico de una toga y un birrete; en segundo, ¿sabrá, el que dice detestar a una tiranía que no lo es, lo que es y realmente significa una tiranía, mientras en los hechos apuntala a una de las que verdaderamente lo son? En materia jurídica, política y parlamentaria, lo que gratuitamente se afirma gratuitamente se niega.
Sobre la pulsión autoritaria que se abre paso en las democracias, Alexis de Toqueville advirtió hace poco más de dos siglos sus peligros congénitos: uno de ellos, que podría llegarse un día a la tiranía de la voluntad popular, a “la tiranía de la mayoría”, en nombre de premisas falsas y de una cultura política descocada, es decir, sin coco, sin cerebro. México se encuentra empantanado y atenazado en ese limbo histórico: el de la kakistocracia, al que otros prefieren dar el nombre de oclocracia.
Hacer del populismo jurídico un fetiche o una panacea, creyendo que el voto popular lo purifica y lo consagra todo, es una apuesta que va en pos de la mitología y no de la ciencia.
Aunque está de moda soltar frases estomacales y metáforas del hígado con demasiada soltura y muy pegajosas, conviene decir que un verdadero Poder Judicial son las venas de la República, los pulmones del Estado y las neuronas de la racionalidad democrática, por lo que su función no es impartir justicia popular ni clientelar, sino representar la voluntad general más allá de colores y banderas de partido.
Entre los muchos daños que la reforma judicial hará al pueblo de México, está el de que al eliminar la independencia del Poder Judicial y confeccionar una Corte al gusto de una oligarquía de suburbio, no sólo se cancela en los hechos la división de poderes, sino que, además, se despliega una delgada línea que conduce a anular el Estado constitucional en favor de un Estado Unipersonal.
Pese a todo, conviene esperar que los recursos interpuestos ante la Suprema Corte, y los presentados ante instancias internacionales, surtan el efecto benéfico que muchos esperan: es decir, declarar la invalidez de la reforma judicial.
Si esto no ocurre así, es probable que México experimente una oscuridad mayor a la vivida en el sexenio más reciente.
Pisapapeles
En su novela “Temporada se zopilotes”, escribió Paco Ignacio Taibo II: “Todo el mal que puede desplegarse en el mundo se esconde en un nido de traidores”.
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