Infernal permisividad en las guerras y el terrorismo
Gregorio Ortega Molina
*Vivimos en la equivocación y el miedo, porque la seguridad del Estado fue transformada en la preservación de la vida de los gobernantes a cualquier precio y sin medir consecuencias, aunque se lleven a Andorra o a supuestos programas prioritarios o a los sobres amarillos para convertirlos en aportaciones, esos fondos necesarios para que la paz pública sea una promesa cumplida
¿De dónde sacaron ese concepto de guerra justa, para que los pontífices fuesen guerreros en lugar de administradores de la fe, promovieran las Cruzadas y los gobernantes laicos mataran sin piedad? No hay mayor estupidez que matar porque sí.
En las guerras actuales -sean entre naciones o internas- fallecen más civiles que militares. Sólo hay que leer los recuentos y observar las imágenes de lo que sucede en Ucrania y Bielorrusia, en las naciones africanas donde los supuestos gobernantes tratan de adueñarse del poder para preservar a su patria o los neo colonialistas siembran la discordia, para agandallar los recursos no renovables y que tanta riqueza producen.
En los conflictos internos destacan las guerras entre la procuración de justicia y los delincuentes, pero causan estupor las determinadas por el racismo, como en ciertas ciudades de Estados Unidos, o también las que como en México, los narcotraficantes se adueñan del territorio nacional sin la responsabilidad de ser gobernantes y produciendo todos los días más violencia, más muerte, más miedo traducido en desaparecidos y fosas clandestinas. En ese terrorismo que nace y tardará mucho en menguar y desaparecer.
¿Qué hacer para que la paz entre naciones sea un hecho, y la paz pública interna efectivamente se convierta en una promesa cumplida? Recupero un párrafo de mi vieja lectura de Memorias de Joseph Fouché: “La caja estaba vacía; y sin dinero no hay policía. Pronto tuve dinero en la caja, al convertir al vicio, inherente a toda gran ciudad, en tributario de la seguridad del Estado”.
El problema se agrava cuando los servidores del Estado -o los hermanos incómodos, o los hijos abusones y abusados- se convierten en cómplices del vicio, y sin reparar en las consecuencias de sus actos, o con absoluto cinismo y conocimiento, llenan las alforjas de todos los recursos mal habidos que debieran servir para poner orden. Se convierten en coparticipes de la formación y poder del narco-Estado.
Imposible olvidar las consecuencias de la furia de los jemeres rojos, o los ojos vacíos de los niños convertidos en soldados y en guerrilleros, o de esos militares similares a los kaibiles que saben que para sobrevivir han de transformarse en asesinos, como lo son ahora los ejércitos mercenarios de Vladimir Putin.
Vivimos en la equivocación y el miedo, porque la seguridad del Estado fue transformada en la preservación de la vida de los gobernantes a cualquier precio y sin medir consecuencias, aunque se lleven a Andorra o a supuestos programas prioritarios o a los sobres amarillos para convertirlos en aportaciones, esos fondos necesarios para que la paz pública sea una promesa cumplida.
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