Ecos de la Revolución

Jaime Darío Oseguera Méndez

El 5 de octubre de 1910, Francisco I. Madero proclamó el Plan de San Luis. Lo hizo en su calidad de máximo líder del movimiento opositor a la dictadura de Porfirio Díaz. Madero encabezaba el Partido Antireeleccionista que bajo el lema de “Sufragio Efectivo, No Reelección” había lanzado su candidatura para competir en las elecciones presidenciales de ese año.

No es relevante decir si se elaboró desde la cárcel o en el exilio. Lo importante es que prendió la mecha de la rebelión, principalmente entre grupos que no necesariamente le eran afines. Así inició la Revolución Mexicana.

Madero había decidido construir un partido político nacional para hacer frente a los excesos de poder de Díaz y a su dictadura. Lo encarcelaron para que no compitiera en la elección que por enésima ocasión ganó Díaz, esta vez acompañado de Corral.

Madero lanzó el Plan para convocar a la lucha armada con la fecha precisa del día 20 de noviembre de 1910. El alzamiento tendría la finalidad de que el pueblo se levantara en armas para convocar a nuevas elecciones, ahora libres y democráticas, además de terminar con la dictadura de Díaz estableciendo un gobierno provisional encabezado por el propio Madero.

La chispa prendió y fue más allá, rebasando el entusiasmo del gran cúmulo de clubes antireelecionistas que se crearon en todo el país a lo largo de la campaña que Madero había consolidado en fórmula con el Francisco Vázquez Gómez que era líder del Partido Nacionalista Democrático.

Han pasado 114 años y vale la pena escuchar algunos de los ecos que aún resuenan en nuestro país del movimiento revolucionario. No es un ejercicio ocioso ver hacia atrás, porque el péndulo de nuestra historia muestra que tarde o temprano vuelven a tomar vigencia algunas demandas.

Poco queda del país que sufrió la revolución, es decir de la estructura económica, política y social. No hay puntos de comparación. El Siglo XX en México fue en realidad transformador; cambió la faz de nuestra nación en términos de urbanización, industrialización, cobertura de salud, educación pública y crecimiento demográfico entre muchas otras cosas.

La Revolución Mexicana definió el país que hemos tenido a lo largo de poco más de un siglo. Fue un proceso transformador a la fuerza de las armas. Tuvo la gran virtud de cambiar de época, marcar un momento de nuevas definiciones en todos lo ámbitos.

En lo político, su contribución fue destruir una forma de gobierno enquistada en el gobierno de Porfirio Díaz, que bajo el disfraz grotesco de las ideas reformistas, se apoderó del gobierno para convertirse en el dictador más controvertido y detestado de la historia de México.

La Revolución trajo un nuevo sistema de gobierno y también un nuevo sistema de relaciones económicas. Muchos presumen que Díaz había logrado varios años de crecimiento económico para el país, lo cual es cierto, sin embargo el sistema colapsó de múltiples maneras a partir de la negativa del propio Díaz de ceder el poder.

La excesiva concentración del poder fue de la mano con la de la riqueza, emblemáticamente identificada con los grandes latifundios y haciendas. Si algún eco positivo queda de la Revolución Mexicana fue el inicio de la eliminación de los grandes latifundistas identificados con la clase política beneficiada por el porfirismo.

El eco que resuena más significativamente de la lucha que inició en 1910 es que la concentración del poder ha sido la causa de las grandes rupturas y movimientos revolucionarios en el país. No es entonces una buena señal que el sistema permita grandes dosis de poder en pocas manos.

La Revolución convocó a fuerzas que originalmente no militaban en el Maderismo. De manera señalada a quienes después trajeron las reivindicaciones sociales a la Constitución de 1917: Zapata y Villa.

El agrarismo que logró transformar al país tuvo también el triunfo del reparto agrario que de manera natural concluyó y que hoy vuelve a tener al campo en una peligrosa situación de abandono y marginación. No es equiparable de ninguna forma la situación del campo hace cien años, pero hoy el campesino de abajo, el de subsistencia, sigue siendo el peldaño más humillado en la pirámide de estratificación social. Como hace cien años.

La Constitución del 1917 es el recipiente de todas las transformaciones que se derivaron de la Revolución pero hoy queda muy poco del documento original. Las normas tienen la obligación de cambiar, evolucionar. Es inherente a la dinámica del progreso de las sociedades.

Hoy tendríamos que ver cuánto queda de esa idea original de nación que se produjo con el consenso de muchos grupos políticos e ideológicos diversos y que no necesariamente eran afines entre sí: agraristas, magonistas, liberales.

El Constituyente del 1917 fue justamente eso: la reunión de las partes con la suma de todos. No se puede concebir un congreso avasallado por ideas únicas ni en la intransigencia de prohibir el debate. Si algún eco nos llega de la Constitución de 1917 que por cierto se creó para terminar con el movimiento armado, es que todas las partes son importantes. Todas las fuerzas, las ideas disímbolas.

De ese monumento de proclamas sociales surge también la educación pública. La educación para todos, que fue el motor de la movilidad social en el país en todo el Siglo XX.

Habría que dar un vistazo al estado que guarda el sistema de educación pública en el país, principalmente en sus niveles iniciales, para recibir los ecos de las voces originales que querían una educación democrática, liberal, universal y científica, que le permita a los mexicanos tener capacidades para desarrollarse tanto en lo personal como en la aportación que cada uno hacemos al progreso del país.

Ayer conmemoramos 114 años del inicio de la Revolución y el país ha cambiado sustantivamente. De cualquier forma, vale la pena echar un vistazo a aquellos momentos. Sólo para no caer en la autocomplacencia.

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