Horacio Erik Avilés Martínez*
La educación en Michoacán sigue viviendo una crisis silenciosa e invisibilizada con el estentóreo discurso oficial. Por principio de cuentas, el abandono escolar en Michoacán no es un fenómeno aislado, sino el resultado de una compleja red de condiciones socioeconómicas que asfixian las aspiraciones de miles de jóvenes. En las comunidades más vulnerables, la necesidad de supervivencia se impone dramáticamente sobre el sueño educativo.
Imagine a Juan, un adolescente de 16 años en una comunidad rural de Michoacán. Su padre, jornalero agrícola, sufre de problemas de salud que le impiden trabajar constantemente. Su madre, dedicada al trabajo doméstico, lucha por mantener unida a la familia. Para Juan, continuar sus estudios significa no solo enfrentar los costos directos de la educación, sino también renunciar a un ingreso potencial que podría sostener a su núcleo familiar.
La crisis no es individual, sino que, por cada estudiante que abandona la escuela, una familia completa ve reducidas sus posibilidades de movilidad social. El embarazo adolescente se convierte en otro factor crítico, especialmente en comunidades con limitada educación sexual y pocas oportunidades de desarrollo personal para las mujeres jóvenes.
La infraestructura educativa deficiente actúa como un catalizador silencioso de este fenómeno de abandono escolar. Escuelas con instalaciones precarias, ubicadas en zonas de difícil acceso, desalientan la permanencia estudiantil. Los jóvenes perciben estas condiciones como un mensaje implícito: la educación no es una prioridad real para quienes deciden sobre los apoyos, presupuestos y políticas públicas que arribarán a sus comunidades.
Paralelamente, la infraestructura educativa michoacana no es simplemente un problema de edificios deteriorados, sino un símbolo de la desigualdad estructural que permea el sistema educativo y a toda una sociedad desigual, clasista y estructuralmente inexpugnable. Cada aula sin mantenimiento, cada baño sin condiciones sanitarias adecuadas, cada patio sin espacios seguros representa una negación sistemática del derecho a una educación digna.
En municipios como Cherán o Nahuatzen, donde las comunidades indígenas luchan por su autonomía, las escuelas se convierten en espacios de resistencia cultural. Sin embargo, la falta de inversión gubernamental convierte estos espacios potencialmente transformadores en entornos de frustración.
La corrupción en la asignación de presupuestos educativos añade otra capa de complejidad. Mientras funcionarios desvían recursos destinados a mejoras escolares, comenzando por cobrar un salario que no devengan, los estudiantes continúan enfrentando condiciones que desafían cualquier posibilidad de aprendizaje óptimo.
Aunado a lo anterior, el rezago tecnológico en Michoacán no es únicamente un problema de equipamiento, sino una manifestación profunda de la desconexión entre el sistema educativo y las demandas del mundo contemporáneo. En una era digital, los estudiantes michoacanos están siendo preparados con herramientas del siglo pasado para enfrentar desafíos del siglo XXI. Las comunidades rurales experimentan esta desconexión de manera más dramática. Mientras en ciudades como Morelia algunos estudiantes acceden a recursos tecnológicos avanzados, en comunidades como Aquila o Coalcomán, una computadora sigue siendo un objeto casi mítico.
Esta brecha digital no solo limita el acceso a información, sino que reproduce ciclos de marginalización. Los jóvenes sin competencias tecnológicas ven reducidas sus posibilidades laborales incluso antes de concluir sus estudios.
Por otra parte, la formación continua para los docentes en Michoacán representa un ecosistema complejo donde la vocación choca constantemente con limitaciones estructurales. Un maestro de una escuela rural no es solo un transmisor de conocimientos, sino un constructor de esperanzas en comunidades olvidadas. Pero esto parece no ser tomado en cuenta al momento de instaurar programas piloto, ya que siempre son las mismas escuelas las beneficiadas.
Los programas de actualización docente frecuentemente se convierten en ejercicios burocráticos desconectados de las realidades comunitarias. Un maestro de telesecundaria en la región de la Tierra Caliente necesita herramientas pedagógicas que reconozcan las particularidades culturales y socioeconómicas de sus estudiantes, no formatos estandarizados diseñados en escritorios alejados de la realidad, que solo sobrecargan a los docentes, escondiendo la mano, al enviarles recetas que dicen no serlo.
Aunado a lo anterior los precarios salarios actúan como un mensaje desalentador. ¿Cómo motivar a los mejores talentos a dedicarse a la docencia cuando el reconocimiento social y económico es mínimo? La revalorización no solamente implicaría un salario digno, sino la colocación de la figura docente en el escalafón social que le corresponde de acuerdo con la importancia discursada por el régimen vigente. Entonces, nunca debería de ganar más un vendedor ambulante, un taquero o un funcionario sin perfil que un docente.
La desigualdad educativa en Michoacán no es un accidente estadístico, sino un mapa detallado de las fracturas sociales que dividen nuestra entidad. Entre las comunidades purépechas de la meseta y los centros urbanos de Morelia, la distancia no se mide solo en kilómetros, sino en años de oportunidades.
María, una joven indígena de la comunidad de Nurio, representa la realidad de cientos de estudiantes michoacanos. Mientras sus compañeros en escuelas urbanas acceden a laboratorios de computación y bibliotecas bien equipadas, ella recorre kilómetros para llegar a una escuela multigrado donde un solo maestro atiende estudiantes de diferentes niveles.
Las brechas van más allá de la infraestructura. Los planes de estudio, diseñados desde una perspectiva occidental y urbana, invisibilizan los conocimientos ancestrales y las realidades culturales de comunidades indígenas. Cada libro de texto que no reconoce la historia y los saberes locales es un acto de violencia epistémica que reproduce los mecanismos de exclusión.
La violencia escolar en Michoacán no es un problema de disciplina, sino un síntoma de profundas fracturas sociales. Cada caso de bullying o acoso escolar, cada agresión entre estudiantes, cada manifestación de violencia es un grito desgarrador que revela las tensiones de una sociedad marcada por la desigualdad y la falta de oportunidades.
En comunidades azotadas por la violencia del crimen organizado, las escuelas se convierten en espacios donde se reproducen los patrones de conflicto. Los estudiantes que crecen en entornos de marginación y violencia traen consigo historias de dolor que se expresan en las dinámicas escolares.
Hay municipios donde la mayoría de los estudiantes han experimentado alguna forma de violencia que va más allá del acoso escolar tradicional: son manifestaciones de desintegración social, de familias rotas, de comunidades traumatizadas.
Mientras tanto, la falta de inclusión educativa en Michoacán no es un problema de infraestructura, es un problema de reconocimiento de la dignidad humana. Cada estudiante con discapacidad que es excluido del sistema educativo representa una negación de su derecho fundamental a desarrollarse plenamente.
Apenas diecisiete mil estudiantes con discapacidad en educación básica reconocen en la SEE. Cuando miles de familias con hijos con discapacidad enfrentan un calvario para acceder a la educación básica. No se trata solo de rampas o adaptaciones físicas, sino de una transformación cultural que reconozca la diversidad como una fortaleza, no como una limitación.
Así también, la desconexión entre el sistema educativo y el contexto económico no es un problema de planes de estudio, es un problema de visión de futuro. Los jóvenes michoacanos no necesitan solo conocimientos, necesitan herramientas para transformar su realidad. En comunidades como Nueva Italia o Apatzingán, donde la economía ha sido tradicionalmente dependiente de sectores primarios o ha sido impactada por la violencia, los jóvenes graduados se enfrentan a un mercado laboral que no reconoce su potencial, orillándolos a la migración o a tomar senderos equivocados de vida.
Un egresado de bachillerato no debería tener que elegir entre migrar o sobrevivir, entre estudiar o trabajar. La educación debe ser el puente que conecte el talento local con las oportunidades globales.
No se trata de firmar decretos, sino de caminar los caminos polvorientos de las escuelas rurales. Cada funcionario de la Secretaría de Educación debería dedicar al menos un mes al año viviendo la realidad de las aulas michoacanas. No como observador distante, sino como participante comprometido.
Exigimos un plan de transformación educativa que no sea un documento más en un archivo, sino un compromiso de vida en común en Michoacán, donde se reconozca la diversidad cultural como fortaleza, se invierta en formación docente integral, se garantice infraestructura digna en todas las comunidades, se desarrolle programas de tecnología adaptados a cada contexto, se creen mecanismos de participación comunitaria real y se priorice el aprendizaje como el factor cardinal del sistema educativo.
La transformación educativa no ocurre en escritorios de funcionarios, sucede en cada comunidad, en cada hogar, en cada conversación que dignifica el conocimiento. En este momento neurálgico de aprobación presupuestal para 2025 es momento de decirles a los padres de familia que sean guardianes activos de la educación.
No se limiten a recibir boletas, sean co-constructores de experiencias educativas. Pregunten, exijan, participen y no se conformen con lo que reciben.
Igualmente, a los estudiantes es momento de decirles que la educación no es un privilegio que se recibe, es un derecho que se conquista ejerciéndolo: estar, aprender y participar en las escuelas con dignidad y condiciones suficientes.
Cada libro leído, cada conocimiento apropiado, cada habilidad desarrollada es un acto de resistencia contra un sistema que pretende mantenernos en la ignorancia.
Es momento de decirles a los maestros de Michoacán que son mucho más que transmisores de conocimiento. Son arquitectos de esperanza en territorios marcados por la adversidad.
Son los que compran sus propios materiales, los que contienen lágrimas de frustración para no desmoralizar a sus estudiantes, los que transforman un aula sin recursos en un espacio de posibilidades infinitas.
La educación en Michoacán no puede seguir siendo un problema, debe convertirse en un proyecto colectivo de transformación social. No hablamos de estadísticas, hablamos de vidas. No discutimos de presupuestos, reconstruimos dignidad.
Cada niño que permanece en la escuela es una victoria contra la marginación. Cada joven que accede a conocimientos significativos es un paso hacia la autonomía comunitaria. Cada maestro que resiste y se reinventa es un faro de esperanza.
Michoacán no necesita lastima. Necesita reconocimiento. No requiere soluciones importadas. Demanda la construcción de conocimientos situados, arraigados en su rica diversidad cultural.
La educación no cambia el mundo. Las personas educadas cambian el mundo. Y nosotros, michoacanos debemos estar listos para esa transformación. Merecemos ser una sociedad educadora, con un gobierno educador.
Sus comentarios son bienvenidos en eaviles@mexicanosprimero.org y en Twitter en @Erik_Aviles
*Doctor en ciencias del desarrollo regional y director fundador de Mexicanos Primero capítulo Michoacán, A.C
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