¿Hay espacio y voluntad para el optimismo?
Gregorio Ortega Molina
*Estamos ampliamente desorganizados para expresar, en público y con resultados electorales de acuerdo a los requerimientos anímicos y necesidades reales de la población, ajenas a las contenidas en los otros datos, distantes de las falsas promesas, tan bobas como ese farol de hacer la farmacia más grande del mundo, con todas las medicinas, conocidas y por conocer, para que en México la salud sea similar a la de Dinamarca
Es un problema de actitud entre los gobernantes del mundo: los que no están ancianos o enfermos, son idiotas, pusilánimes, voraces, crueles, perversos. ¿Cómo calificarías a los que nos han mangoneado durante el siglo XXI?
La culpa es nuestra, tanto de los que tienen su vida económicamente resuelta, como de aquellos anhelantes de su pensión del bienestar y de un chascarrillo en el transcurso de las conferencias presidenciales, para zaherir a aquellos considerados imaginariamente responsables de su pequeñez absoluta. Unos y otros pierden: los que creen ser más ricos, y los que padecen -en lugar de vivir- su aceptada pobreza.
Inteligencia, claridad en propósitos y propuestas, honradez y honestidad, empatía con el de enfrente, desaparecieron hace mucho de nuestro lenguaje y de las mínimas necesidades de alteridad, urgentes ya para hacer vivible el espacio social.
Ya no se trata de vivir en paz con el proyecto de vida que cada cual se haya forjado, porque la realidad impuesta por las decisiones de los gobernantes, acota todo imaginario y destruye la seguridad física y jurídica. Las matanzas públicas en las calles de Estados Unidos, el tránsito de los migrantes – en todo el mundo- con su carga de enfermedades, o la disposición inmediata de narcóticos como el fentanilo, hacen de nuestras ciudades zonas de alarma. No necesitamos de huracanes ni terremotos para constatar que los fallecimientos superan las causas naturales. Llegar a la noche se convierte en alivio, en respiro, en angustiante espera del día siguiente, para salir a jugársela.
En el caso de México, los habitantes debemos sentirnos satisfechos, cambiamos certezas por promesas, y aceptamos con mansedumbre que nos dieran un tren maya, dos bocas, ferrocarril transístmico y una carretera que une Badiraguato con Parral, en sustitución de proyectos productivos en riqueza, empleos, alimentos, salud, educación (los mexicanos son incapaces de comprender cabalmente sus lecturas), que nos hubieran permitido enfrentar con plácido optimismo las consecuencias de Otis y otros fenómenos naturales.
Pero no, estamos ampliamente desorganizados para expresar, en público y con resultados electorales de acuerdo a los requerimientos anímicos y necesidades reales de la población, ajenas a las contenidas en los otros datos, distantes de las falsas promesas, tan bobas como ese farol de hacer la farmacia más grande del mundo, con todas las medicinas, conocidas y por conocer, para que en México la salud sea similar a la de Dinamarca.
Así es, nos han cerrado, con nuestra anuencia muda y agachada, todo espacio al optimismo.
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